martes, 12 de abril de 2016

Vainilla, cigarrillos y café

Ella es hermosa. Su cuerpo, sus manos, sus largas piernas. Su aroma a vainilla en invierno. Su cigarrillo siempre encendido. Su inteligencia, su manera de ver el mundo. Su ingenuidad y su inocencia. 
Casi nunca sonríe. Tiene la notable presencia de esas personas que buscan borrar su pasado, esconder lo que han sido, ocultar las profundas huellas que han dejado en la vida de los demás. 

(Cuando se siente sola toma una taza de café porque sabe que el café es simplemente eso, café. Lo prepara y se lo toma y una vez tragado, no queda rastro de él. Así se siente más fuerte, porque sabe que aunque en ese preciso momento está sola, ha dejado rastro, ha dejado marca en la vida de cada persona que formó parte de ella.)

La han lastimado mucho. Imagínese, tanto como para querer olvidarse de ella misma. Para querer olvidarse de quién fue. 

(Él le robaba todas sus fuerzas, la dejaba inmune. No le importaba. A ella tampoco. Quería que él estuviera, que le hiciera daño, pero que estuviera. Tenerlo ahí ante cualquier inconveniente, ante cualquier ataque de soledad. Cuando no lo podía sostener más lo llamaba y él iba. Pero cuando se marchaba la dejaba más sola aún. Inclusive ahora que ya no está, que decidió dejar de hacerle daño.)

Ella sabe que así está bien, que así es mejor, que el tiempo cura las heridas. Pero el tiempo pasa tan rápido y está tan ocupado que no tiene tiempo para fijarse en ella. La memoria se olvida de recordarla. Pero la que la recuerda siempre es la soledad, que nunca la deja sola.
(Cada vez que se lleva el cigarrillo a la boca se calla una palabra que ha querido decir. Ese perfume a vainilla deja en evidencia toda la dulzura que tiene para dar.
Hay quien quiere reparar en ella las partes de su corazón que están rotas. Juntarlas y tomarse el tiempo de volverlas a unir. Pero ella no los deja, todavía no está lista para eso, prefiere hacerlo sola. Porque si no confía en si misma, en quién sino...)


Yo la miro sentada al borde de la cama y cuando me dice que es hora de que me vaya la respeto. Sé que después de mí se toma su taza de café. Inclusive a veces lo hace en mi presencia y me destroza el alma. Sé que en ese momento se siente sola y yo no puedo hacer nada al respecto. Pero si estoy aquí es para cambiar eso. Para que nunca más se sienta de esa forma, para que simplemente vea a la taza de cafe como eso, café; y que beberlo no signifique tragarse sus tristezas y sus soledades. 

(Ella es un rompecabezas de tres mil piezas. Es una pregunta sin respuesta, pero a su vez responde a todas mis preguntas. Prometo ser el tiempo y la memoria que necesita. Jamás la soledad. Prometo volverla a armar, pieza por pieza, parte por parte.)

Ahí viene. Su cuerpo, sus manos, su cigarrillo. Sus piernas sin fin...
Pero hoy está distinta. Hoy está radiante, no está gris. Me ve. Me abraza. 
- No estás sola - le dije. 
- Gracias - contestó.
Y sonrió. 
 

jueves, 10 de marzo de 2016

Un mensaje

Me contesta los mensajes cuando él tiene ganas. Una vez tardó una semana en responder un “Qué haces?”. “Nada, ¿vos?” me contestó. Si, si; una semana después. Así es él, no puedo cambiarlo. Cuando me vibró el celular y leí su nombre sonreí, fue instantáneo. Pero después pensé… a este tipo no le importo nada. Ni yo, ni mis mensajes, ni mis ¿qué haces? que gritan desesperadamente “quereme, por favor”. Decidí dejarlo pasar porque sinceramente me gusta, me gusta mucho. Y quizás esta forma de ser que tiene es lo que más me atrapa. Así, indiferente, haciéndole frente a todo, siempre a la defensiva. Supongo que con estas actitudes quiere demostrar que es una persona fuerte, decidida, seguro de sí mismo. Yo tengo la certeza de que en el fondo es dulce, simpático y tierno, aunque jamás me lo haya demostrado. 
Le respondí ese mensaje diciéndole que era un colgado. Me contestó que no había tenido tiempo de agarrar el celular porque habría estado muy ocupado con el laburo, pero que cuando yo quisiera nos podíamos ver. A lo que le respondí que por mi nos veíamos en ese momento, pero que cuando él tuviera un tiempo me avisara (después pensé que había quedado muy desesperada, pero no me importó). ¿Y saben que? Tardó diez días en responder ese mensaje. Diez días. 
Durante ese lapso de tiempo estuve impaciente, triste y me enojé mucho. Decidí que si me llagaba a responder no le iba a contestar, o directamente lo iba a mandar a la mierda. Pero para mi sorpresa, su respuesta no llegó a través de un mensaje al celular. 
Voy a la facu a la noche porque de día trabajo en un estudio jurídico. Atiendo el teléfono, bah. Ya estaba llegando tarde cuando de repente, al poner un solo pie en la calle, me gritó alguien: ¿Querés que te alcance?. Sí, era él, y a mi me encantaba que fuera él. Ni siquiera le respondí y me subí a su auto, del lado del copiloto. Me conoce hace mucho y no le sorprenden esos actos de "rebeldía", esos ataques de histeria, esas caras de culo. No le sorprende porque cuando esto pasa, sabe que se mandó alguna cagada. 
- No me subí porque quiero que me lleves, sinceramente me puedo tomar el bondi – le dije. 
- Bueno, bajate entonces – me respondió. (Lo odio)
- No, no me voy a bajar porque si estoy acá es por algo. No podes darte el lujo de hablarme cuando se te le da gana y aparecer cuando se te de la gana, porque yo te extraño, y lo sabes. (Me odio)
- Sabes que ando ocupado siempre, en este momento tendría que estar en la casa de mis viejos comiendo con ellos, pero preferí venir a verte. Podrías valorarlo.

Encima de aparecer cuando se le da la gana, quiere dar lástima. Siempre funciona, pero esta vez no, ya estaba cansada. Además, el papel de victima siempre lo hago yo. Bueno, basta de discutir. Decime que me extrañabas y dame un abrazo, sólo eso quiero. 


- No intentes dar lástima, por favor. Yo te quiero, pero estoy cansada de quedar siempre en segundo lugar, de esperar de vos algo que sé que no va a llegar.

- Entonces, ¿para qué lo esperas? – me dijo

Lo miré con ojos tristes, con los ojos de un nene al que le acaban de sacar un juguete. Así de chiquita e indefensa me sentía. Se dio cuenta.


- Evidentemente no me vas a entender, y yo no te voy a entender a vos. 

- Pero, Luz, siempre fui así. Yo te dije que no te iba a atar a mi, y esperaba que vos hicieras lo mismo. Lo venías entendiendo a la perfección, y de un día para el otro cambiaste de parecer.
- No cambié nada, siempre me pareció una mierda tu forma de pensar. Pero la respetaba, no la entendía, la respetaba; porque de verdad me gustabas y te quería.
- ¿Ahora ya no me queres más?
- No lo sé – le dije.

Ahora los ojos tristes los tenía el. Y yo no podía creerlo, por primera vez me estaba demostrando un sentimiento, por primera vez me estaba demostrando que le importaba, que me quería. Por supuesto, no lo dijo. Pero sus ojos oscuros brillando en la oscuridad de la noche hablaron por sí solos. 


- Perdón, pero yo no sé si voy a poder seguir así. Hace tres años que te conozco, hace tres años que te quiero y hace tres años que te sufro y extraño porque no puedo tenerte. Estoy cansada de esperar como una tonta un mensaje tuyo. Vos crees que podes aparecer de repente y que yo voy a ir atrás tuyo corriendo. Pero eso ya pasó, eso era antes. Ahora quiero empezar de nuevo, con alguna persona que si se interese en mí, que si tenga tiempo para contestar un mísero “que haces?”, que si le importe. 


Le di un beso en el cachete, y abrí la puerta del auto para bajarme.


- Esperá – me dijo.

- Ya esperé mucho tiempo – le contesté.

Encaré para la esquina por donde pasa el colectivo y el arrancó el auto, en dirección contraria. Esa fue la última vez que lo vi. 


Paso a contar esto porque después de cuatro meses de ese episodio, hoy me llegó un mensaje de él. Hubiese querido matarlo. Tres años tuvo para demostrar que me quería para él, que me quería con él. Lo viene a hacer justo ahora, cuando yo estoy rearmando mi vida, cuando estoy empezando desde cero, cuando por fin estaba empezando a olvidarme de él, apareció. Es una sensación parecida a la que sentís cuando sos chiquito y estás haciendo un castillo de arena, y pasa alguien y “sin darse cuenta” te lo pisa, ¿viste?. Así me sentía yo. El mensaje decía: 


“Luz, espero que estés bien. Mi intención no es molestarte, simplemente que desde la última vez que te vi estuve pensando. Y te quiero, boluda, te quiero mucho. Siempre te quise. Pero esto soy yo, eso que conociste soy yo. Así soy, y vos no intentaste cambiarme. Eso es lo que siempre me gustó. Creí que estabas bien, creí que estábamos bien, pero nunca pude ver lo que vos creías, lo que vos pensabas, lo que vos sentías. Te pido perdón por haber sido un idiota. 

Y hoy te pediría de rodillas que vuelvas. Pero no te voy a someter a esto, no otra vez. No soportaría hacerte mal de nuevo. 
Gracias por el respeto que me tuviste. Que seas muy feliz. Te quiero siempre.”

“Gracias a vos por quererme a tu forma. Perdón por no haberte entendido. Todavía te quiero y te extraño. Todavía te pienso. Todavía te espero. Tuya siempre, Luz.” 


Le escribí. Pero no se lo mandé. Fui borrando letra por letra, y guardé ese mensaje en una cajita en mi corazón, bien adentro mío, y después me comí la llave.


Algún día se lo diré. Pero esta vez, la que iba a tardar mucho tiempo en responder el mensaje, era yo. 


miércoles, 18 de marzo de 2015

Soy

Quizás nadie lea esto. O quizás sí, pero después de haberlo leído se olviden de su contenido. O quizás a nadie le interese. Pero esa no es mi idea. Yo no soy nadie, es decir, no me conocen más que mis amigos/familia/allegados. Pero sin embargo, puedo hacerme famosa y conocida por salir de mi casa y no volver jamás. ¿A que voy con esto? Cada vez somos más y más las que no volvemos a nuestras casas. Digo SOMOS y LAS porque desgraciadamente, somos nosotras, las mujeres; las que sufrimos violaciones, golpes, insultos, asesinatos.
Ahora bien, de esto se va a tratar mi texto: Mujeres y sus derechos. Si no te interesa este es el momento en el que tenes que dejar de leer.
Tengo miedo, esa es la verdad. Tengo miedo de salir de mi casa con el uniforme del colegio porque puedo insinuar algo. Tengo miedo de ponerme un short porque puedo insinuar algo. Tengo miedo de pintarme la cara porque puedo insinuar algo.
Lamentablemente a cada uno de nosotros se nos inculcó algo desde chiquitos: La mujer vale menos. En TODO sentido. No nos merecemos trabajar porque somos mujeres. No nos merecemos respeto porque somos mujeres. Somos considerados juguetes sexuales porque somos mujeres. Tenemos que limpiar la casa porque somos mujeres. Tenemos que cumplir deseos porque somos mujeres. No nos podemos acostar con muchos hombres porque somos mujeres, porque somos PUTAS, RÁPIDAS, FÁCILES. ¿Y saben que es lo peor de todo esto? Es que algunos no sólo lo piensan, sino que nos lo dicen. Nos lo dicen en cualquier comentario obsceno en el medio de la calle, en cualquier chiflido, en cualquier mirada, en cualquier bocinazo. Nos y ME lo dicen. "Que cortita esa pollerita" "Mi amor, que cuerpito" "Mamita, con esas tetas..." y no me da vergüenza decirlo porque la vergüenza son ellos. Y quieran o no, eso también es violación, eso también es acoso.
Somos diferentes a los hombres, valemos menos, no servimos, somos inútiles, inservibles, putas, rápidas, entregadas, idiotas. Pero claro que a la hora de violarnos nadie es selectivo. Ahí sí somos todas iguales. Ahí si servimos para algo: para servirlos, como blanco fácil, para que sientan placer. Pero claro, ¡la culpa es nuestra! chicas, ¿como no nos dimos cuenta? Si salimos con shortcitos, con polleritas, con la remera escotada y un poco mas corta, mostrando la panza. Obvio que es nuestra culpa. Porque somos putas y porque QUEREMOS que nos violen. Porque QUEREMOS que terminen con nuestras vidas, con nuestros sueños, con nuestros objetivos. Por favor. Basta de pavadas. Basta. 
Melina no tenía recursos económicos como Lola para salir del país, pero, ¿por eso se merecía ser violada y asesinada? No, nada de eso. Acá no hay clase social que valga, acá somos todas iguales. Porque te violan y te matan en Lanús, en San Isidro, en la Villa 31, en Uruguay o en Nordelta. Ahí si somos todas iguales. Ahí no hay distinciones. Ahí no hay feas, lindas, gordas, flacas, alltas, bajas, culonas, tetonas. Por primera y única vez somos todas iguales... ¿Se dan cuenta de lo trágico del asunto? Es muy vergonzoso. Es muy triste.
No quiero tener que vivir escondiéndome porque así tampoco funciona. No quiero no QUERER arreglarme y verme "linda". No quiero vivir con miedo. No quiero ser un objeto. No quiero que me miren y se les caiga la baba. Quiero que me respeten. Quiero que me miren a los ojos. Quiero que me reconozcan como soy, una mujer libre con derechos, como cualquier otro ciudadano. Quiero que mis derechos sean RESPETADOS, quiero tener derecho a la VIDA, quiero utilizar mi derecho de LIBERTAD DE EXPRESIÓN. Quiero IGUALDAD. Del único que quiero un piropo es de mi novio. Quiero caminar tranquila por la calle, sin tener que ponerme auriculares para no tener que escuchar guarangadas. Quiero salir a buscar trabajo y volver viva. Quiero RESPETO.

Soy Ángeles, soy Melina, soy Lola, soy Daiana. Soy tantas otras chicas con sueños, objetivos, metas, derechos, a las que se les fue arrebatada la vida.


SOY, Y SOMOS. Porque mañana, lamentablemente, nos puede tocar a nosotras.

sábado, 7 de marzo de 2015

"Cuando ya no te regala nada. Cuando ya no le interesa tener una foto con vos. Cuando las peleas son diarias y se convierten en rutina... y peor, cuando te acostumbras a esas peleas. Cuando te acostumbras a que no te alague, a que no te adorne con detalles cariñosos, a que no te bese. Cuando te acostumbras a pasar horas sin hablarse mientras respiran el mismo aire. Cuando te acostumbras a ser infeliz por hacerlo feliz a él, sin saber que él es infeliz por lo mismo.
Cuando no comen juntos porque no se pusieron de acuerdo en qué comer. Cuando duermen espalda con espalda. Cuando se levantan y no existe el buen día. Cuando se pelean porque sólo alcanza para una taza de café. Cuando una compañera de trabajo se transforma en la amante más odiosa... y peor, es que tu pareja no sepa ni su nombre. Cuando ya no es sólo una compañera, sino cualquier mina que pasa por al lado de él. Y no es que no confíes en ellas, sino que, lo peor, es que no confiás en él.
Cuando ya no se digan lo mucho que se quieren... perdón, pero

Hay que saber cuando parar."




Y me fui de su casa, de mi casa, de nuestra casa. De las cuatro paredes que pintamos con tanto amor. Y le dejé esta carta, que es lo único que queda de mí. Le dejé mi vida entera. Porque cuando la persona que más amé en mi vida no me demuestra que existe algo, que existen ganas, que se puede seguir, entonces... no valgo más que un pedazo de papel... Si, un pedazo de papel.

Aunque parezca una locura.


domingo, 29 de junio de 2014

El hombrecito del azulejo

El breve relato donde la muerte se hace presente en el patio de una casa de familia es algo normal. Pero lo que no es normal, es que la presencia de un ser azul, real o no, como la muerte; se haga presente justo en el momento en que ésta va a cumplir su función.
 Así es como Mujica Láinez quiere presentar su cuento, supongo, ya que lo que plantea es algo que, estoy segura, todo el mundo quisiera experimentar. Desafiar a la muerte, y ganarle.
Daniel es un niño de edad desconocida. El único dato que tenemos es que todavía juega en el patio con su gata, el hombrecito del azulejo, y su imaginación. Así que podemos acertar con cierta eficacia que lleva consigo los mejores años de su vida, la niñez. La niñez, donde nada te preocupa, nada te molesta, nada se pone en tu camino para estorbar tus sueños. O a lo mejor si. Daniel está enfermo, y la muerte lo vino a buscar.
Sin dudas este cuento, ante la presencia de un azulejo azul que sale de su lugar para desafiar a la muerte, es un relato fantástico. Tal como afrma Cortázar en un ensayo, lo fantástico en Buenos Aires es normal, como así también es normal la presencia de la muerte en una casa de familia. “Tampoco yo puedo explicar por qué los rioplatenses hemos dado tantos autores y lectores de literatura fantástica”, afirma Cortázar. Porque claro, para cada autor, hay un lector. O miles de lectores.
Pero haciendo foco en el asunto, yo me quedo con que un azulejo de color azul, por amor, por afinidad, por fascinación, se haya presentado ante la muerte, a esa que todo el mundo teme; quitándole horas de vida (o muerte), para que no se lleve a su querido amigo Daniel.
El hecho de que un amigo haya dado la vida por otro, siendo sólo un azulejo, es decir; alguien tan débil, tan frágil; enfrentandose ni más ni menos que a la muerte para salvar la vida de Daniel, un niño débil y frágil como él; y que el hombrecito del azulejo haya ganado esa “batalla” entre la vida y la muerte... es algo fantástico. Y no, no por el hecho de que sea un cuento fantástico. Es fantástico porque es admirable, es estupendo, es amistad, es amor, es valentía, es coraje. Es algo que muy pocas personas serían capaz de hacer, y lo hizo un hombrecito de azulejo, que más de uno de ustedes me va a cuestionar su existencia.
Claro que nadie sabe que pasó con Daniel cuando descubrió que su amigo estaba muerto. O quizás si. Pero yo, sea un personaje real o no, sea producto de la imaginación de Daniel, sea simplente un azulejo o sea realmente un hombrecito dibujado en la pared que salió de su escondite a desafiar a la muerte, me quedo con que él dio la vida por su amigo. Poco importa si fue real o no. A ustedes, ¿les importa?.

lunes, 23 de junio de 2014

Tomás

El otro día iba en el colectivo escuchando música, tranquila, pensando en nada. Estaba sentada en el fondo, en uno de los últimos asientos junto a la ventanilla. Me senté ahí porque los lugares de a uno estaban ocupados, y antes de compartir el asiento con otra persona, decidí irme al fondo, sola. Déjenme tranquila, pensé.
Me gusta mucho esto de viajar en bondi, ponerme los auriculares y olvidarme de todo por un rato. Es casi como dormir. Es más, a veces duermo. Y me olvido de que me subí al colectivo con la intención, quizás, de olvidarme de todo. Pero ese no es el punto. Porque está bueno desconectarse de la realidad un poco, pero no lo es si ese poco dura mucho. Entonces, dejé de mirar por la ventanilla y observé a mi alrededor. A mi izquierda, un hombre leyendo el diario. Tenía lentes, y de vez en cuando los empujaba con el dedo para que no se le cayeran. En diagonal, una chica leyendo un apunte de la facultad, con una cara de fastidio más que de concentración. Adelante mío estaba la puerta, pero no obstante, se podían ver los asientos que le seguían a esta. Lo que vi (no es que me llamó la atención, sino que era la única persona que me miraba, sabiendo que el resto me daba la espalda) fue un nene que miraba por la ventanilla, me miraba a mi, se reía, miraba a su mama, se sentaba, volvía a ponerse de rodillas y me miraba de nuevo. 
“¡Tomás! ¡Quedate quieto, ¡¿querés?!”. El nene, que al parecer se llamaba Tomás, hizo oídos sordos, y siguió arrodillado, mirando para atrás, sonriente, inocente, como cualquier criatura. Al darme cuenta que nada importante pasaba, volví a ponerme los auriculares, a sumergirme en el vidrio, en el color gris del cielo, en los árboles sin hojas, en la simpleza y tristeza del otoño en Buenos Aires. 
Esta monotonía de colores fue interrumpida. De repente, una frenada. Un auto se había interpuesto en el camino del colectivo, y el colectivero, ante el impulso, apretó de lleno el freno, provocando que a mi se me salieran los auriculares, al señor del al lado se le cayeran los anteojos, a la chica su apunte, y a la mamá, Tomás.
 Él estalló en llanto, no solo por el susto, sino también por el golpe en la cabeza que se había dado. Sin embargo, mamá decidió pegarle una cachetada, haciendo ahora ella oídos sordos a los gritos de susto de su hijo, en... ¿venganza?. “¡Te dije que te quedaras quieto, que te sentaras bien! ¡Si me hicieras caso esto no hubiera pasado, pendejo de mierda!”. Esas, exactas, fueron sus palabras. Agarró a Tomás del brazo, tocó el timbre, y se bajó en Avellaneda. Volví a mirar por la ventanilla para ver que pasaba con Tomi y su mamá, para ver si se revertía la situación, para ver si recibía una caricia en vez de una cachetada. Por el contrario, mamá seguía enojada, con la mirada hacia adelante, y atrás, llorando y con la mano en la cabeza, Tomi, que no lloraba de capricho. Lloraba de dolor, de susto. No solo por la frenada, sino que esta vez, por lo que le había hecho su madre.
Ahí paré de pensar en nada. No voy a analizar mucho la situación porque no conozco ni a Tomi, ni a su mamá. Pero qué injusta que había sido. Con su hijo, su propio hijo, esa parte de ella que seguramente es la más importante. Con ese nene que solamente estaba aburrido y buscaba la forma de divertirse. Alegre, inocente, débil. Ante un reto, ante una frenada, ante un golpe, ante dos golpes, o tres... débil. Y que injusta había sido ella, ¿no?. Porque entiendo que quizás haya tenido un mal día, se notaba. Pero, pregunto (para mi, claro. La mamá de Tomi no me lo va a responder nunca), ¿Hasta que cierto punto la culpa era de su hijo? Es decir, ¿Tenía culpa alguna?. No creo. ¿Qué culpa puede tener un nene de, como mucho, cuatro años?. 
Mamá se la agarró con Tomi porque quizás no tenía la fuerza suficiente para hacerle saber a papá que estaba haciendo las cosas mal. Pero para pegarle a Tomi la fuerza le sobraba, porque Tomi tenía 4 años y pesaba 25 kilos. 
Mamá tenía un mal día porque la despidieron del trabajo, pero como no pudo sacarse la bronca con su jefa, lo retó a Tomi. 
Mamá se asustó porque el colectivo frenó de golpe, y vez de insultar al colectivero, insultó a Tomi. 
Mamá estaba equivocada, todos lo sabemos. Como todos, alguna vez en la vida, nos la agarramos con el más débil, haciéndolo sentir mal, inútil. Pero después, con la mente en frío, nos damos cuenta que esa persona “débil”, es la única persona en el mundo que tiene la gran fuerza de hacerte sentir único. La única persona en el mundo que puede llegar a hacerte sonreír, hacerte sentir que no todo está perdido, que se puede seguir a pesar de todo. Y nosotros, que somos así de ciegos, de imbéciles, de hipócritas, hacemos sentir débil a alguien que lo aparenta y no lo es. Porque es iluso y hasta incluso mediocre, el pensar en que esa personita es débil. Porque yo, no veo nada de débil en alguien que tiene la fuerza capaz de hacerte mirar para adelante, agarrarte la mano y no soltarla jamás, y decirte cada día de tu vida “acá estoy. Y acá voy a estar siempre”. Y qué injustos somos, ¿no?

martes, 6 de mayo de 2014

Simpleza

Tiraron un colchón al piso. No era su costumbre sino tirar dos colchones de una plaza y dormir separados, como también empujarse entre sueños por la incomodidad que generaba dormir en un sólo colchón, de una plaza, a media noche. Aunque ellos en el fondo sabían que esa incomodidad valía la pena, porque por lo menos dormían abrazados, con sus bocas casi pegadas y acariciando sus espaldas. Pero esa noche fue distinta. El colchón que cayó al suelo no era de una plaza. Esta vez era un conjunto de resortes repartido en dos. Dos plazas. Una inmensidad. Hicieron la cama. Sábanas, una frazada, y un acolchado. Hacía frío. Una excusa para empezar la noche abrazados, ocupando una mínima parte de ese gigantesco lugar, bien puestos en el centro, entrelazados, siendo uno.
Ojo, a veces se llevaban mal. Sus edades marcaban la diferencia, más que nada en opiniones, en formas, en gestos. Ella era más impulsiva y él era más rutinario. Por eso chocaban. Pero no estoy hablando de chocar físicamente, porque claro, cuando sus cuerpos se rozaban, se olvidaban de todo, de cualquier tipo de diferencia. Ella se sumergía en sus ojos, esos ojos que le transmitían paz, serenidad, confianza, seguridad. Él optaba por mirar su sonrisa, esos dientes blancos que ocupaban una cuarta parte entera de su cara, que lo convencían de todo. No existía el mundo. No existían críticas ni consejos de nadie. Nadie en el mundo importaba más que ellos dos.
Esa noche se miraron con ojos tiernos, como solían hacerlo siempre, sólo que ahora estaban en un lugar inmenso. Por primera vez. Ellos, solos. Dos siendo uno. Él pasó el brazo por debajo de su cabeza, y ella se acostó en su pecho y colocó una de sus piernas por encima de las de él. En eso se basó su noche. Los besos rutinarios no podían faltar (esa, la rutina de acostarse y besarlo, acariciándole la cara o tocándole el pelo; era la única rutina que disfrutaba), y al separar sus labios, aparecía una sonrisa, siempre. Creo que nadie más que ellos sabían que significaba, pero, les aseguro, que era una sonrisa que más de una persona quisiera esbozar. Esa sonrisa que sale de la nada. Que habla. Y a ellos le salía así, con un beso, una cosa tan simple. Era envidiable.
Optaron por dormir. Ella, sobre su pecho, él abrazándola, protector. Siempre tan dulce.
Esa fue su noche. Lamento haberlos desilusionado si esperaban más, pero ellos eran así, esa era su forma de amarse, tan simple, tan perfecta.
Se despertaron a la mañana siguiente, y simplemente fue abrir los ojos para volver a sonreír. En ellos funcionaba así, verse para festejar, y festejar para sobrevivir. En eso se basaba, en sonreír, en sonreírse, en ser feliz con solamente una sonrisa, y ser mucho más felices aún viendo sonreír al otro. Creo que es difícil explicarlo, porque solamente ellos lo sentían. Cualquier persona diría que exageraban. ¿Exageración? Según el diccionario, exagerar significa "hacer que algo parezca más importante de lo que es en realidad". Es decir, agrandar la simpleza. La mayoría estaría de acuerdo en que sí, lo suyo era exageración. Pero ellos no agrandaban la simpleza. Ellos simplemente, eran feliz con algo simple. Y esa, era la diferencia. 


Entonces... ¿Qué tiene de exagerado ser feliz con algo tan simple como un colchón y una sonrisa?. Todavía no encontré a nadie que me pueda responder esa pregunta.