lunes, 23 de junio de 2014

Tomás

El otro día iba en el colectivo escuchando música, tranquila, pensando en nada. Estaba sentada en el fondo, en uno de los últimos asientos junto a la ventanilla. Me senté ahí porque los lugares de a uno estaban ocupados, y antes de compartir el asiento con otra persona, decidí irme al fondo, sola. Déjenme tranquila, pensé.
Me gusta mucho esto de viajar en bondi, ponerme los auriculares y olvidarme de todo por un rato. Es casi como dormir. Es más, a veces duermo. Y me olvido de que me subí al colectivo con la intención, quizás, de olvidarme de todo. Pero ese no es el punto. Porque está bueno desconectarse de la realidad un poco, pero no lo es si ese poco dura mucho. Entonces, dejé de mirar por la ventanilla y observé a mi alrededor. A mi izquierda, un hombre leyendo el diario. Tenía lentes, y de vez en cuando los empujaba con el dedo para que no se le cayeran. En diagonal, una chica leyendo un apunte de la facultad, con una cara de fastidio más que de concentración. Adelante mío estaba la puerta, pero no obstante, se podían ver los asientos que le seguían a esta. Lo que vi (no es que me llamó la atención, sino que era la única persona que me miraba, sabiendo que el resto me daba la espalda) fue un nene que miraba por la ventanilla, me miraba a mi, se reía, miraba a su mama, se sentaba, volvía a ponerse de rodillas y me miraba de nuevo. 
“¡Tomás! ¡Quedate quieto, ¡¿querés?!”. El nene, que al parecer se llamaba Tomás, hizo oídos sordos, y siguió arrodillado, mirando para atrás, sonriente, inocente, como cualquier criatura. Al darme cuenta que nada importante pasaba, volví a ponerme los auriculares, a sumergirme en el vidrio, en el color gris del cielo, en los árboles sin hojas, en la simpleza y tristeza del otoño en Buenos Aires. 
Esta monotonía de colores fue interrumpida. De repente, una frenada. Un auto se había interpuesto en el camino del colectivo, y el colectivero, ante el impulso, apretó de lleno el freno, provocando que a mi se me salieran los auriculares, al señor del al lado se le cayeran los anteojos, a la chica su apunte, y a la mamá, Tomás.
 Él estalló en llanto, no solo por el susto, sino también por el golpe en la cabeza que se había dado. Sin embargo, mamá decidió pegarle una cachetada, haciendo ahora ella oídos sordos a los gritos de susto de su hijo, en... ¿venganza?. “¡Te dije que te quedaras quieto, que te sentaras bien! ¡Si me hicieras caso esto no hubiera pasado, pendejo de mierda!”. Esas, exactas, fueron sus palabras. Agarró a Tomás del brazo, tocó el timbre, y se bajó en Avellaneda. Volví a mirar por la ventanilla para ver que pasaba con Tomi y su mamá, para ver si se revertía la situación, para ver si recibía una caricia en vez de una cachetada. Por el contrario, mamá seguía enojada, con la mirada hacia adelante, y atrás, llorando y con la mano en la cabeza, Tomi, que no lloraba de capricho. Lloraba de dolor, de susto. No solo por la frenada, sino que esta vez, por lo que le había hecho su madre.
Ahí paré de pensar en nada. No voy a analizar mucho la situación porque no conozco ni a Tomi, ni a su mamá. Pero qué injusta que había sido. Con su hijo, su propio hijo, esa parte de ella que seguramente es la más importante. Con ese nene que solamente estaba aburrido y buscaba la forma de divertirse. Alegre, inocente, débil. Ante un reto, ante una frenada, ante un golpe, ante dos golpes, o tres... débil. Y que injusta había sido ella, ¿no?. Porque entiendo que quizás haya tenido un mal día, se notaba. Pero, pregunto (para mi, claro. La mamá de Tomi no me lo va a responder nunca), ¿Hasta que cierto punto la culpa era de su hijo? Es decir, ¿Tenía culpa alguna?. No creo. ¿Qué culpa puede tener un nene de, como mucho, cuatro años?. 
Mamá se la agarró con Tomi porque quizás no tenía la fuerza suficiente para hacerle saber a papá que estaba haciendo las cosas mal. Pero para pegarle a Tomi la fuerza le sobraba, porque Tomi tenía 4 años y pesaba 25 kilos. 
Mamá tenía un mal día porque la despidieron del trabajo, pero como no pudo sacarse la bronca con su jefa, lo retó a Tomi. 
Mamá se asustó porque el colectivo frenó de golpe, y vez de insultar al colectivero, insultó a Tomi. 
Mamá estaba equivocada, todos lo sabemos. Como todos, alguna vez en la vida, nos la agarramos con el más débil, haciéndolo sentir mal, inútil. Pero después, con la mente en frío, nos damos cuenta que esa persona “débil”, es la única persona en el mundo que tiene la gran fuerza de hacerte sentir único. La única persona en el mundo que puede llegar a hacerte sonreír, hacerte sentir que no todo está perdido, que se puede seguir a pesar de todo. Y nosotros, que somos así de ciegos, de imbéciles, de hipócritas, hacemos sentir débil a alguien que lo aparenta y no lo es. Porque es iluso y hasta incluso mediocre, el pensar en que esa personita es débil. Porque yo, no veo nada de débil en alguien que tiene la fuerza capaz de hacerte mirar para adelante, agarrarte la mano y no soltarla jamás, y decirte cada día de tu vida “acá estoy. Y acá voy a estar siempre”. Y qué injustos somos, ¿no?

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