domingo, 29 de junio de 2014

El hombrecito del azulejo

El breve relato donde la muerte se hace presente en el patio de una casa de familia es algo normal. Pero lo que no es normal, es que la presencia de un ser azul, real o no, como la muerte; se haga presente justo en el momento en que ésta va a cumplir su función.
 Así es como Mujica Láinez quiere presentar su cuento, supongo, ya que lo que plantea es algo que, estoy segura, todo el mundo quisiera experimentar. Desafiar a la muerte, y ganarle.
Daniel es un niño de edad desconocida. El único dato que tenemos es que todavía juega en el patio con su gata, el hombrecito del azulejo, y su imaginación. Así que podemos acertar con cierta eficacia que lleva consigo los mejores años de su vida, la niñez. La niñez, donde nada te preocupa, nada te molesta, nada se pone en tu camino para estorbar tus sueños. O a lo mejor si. Daniel está enfermo, y la muerte lo vino a buscar.
Sin dudas este cuento, ante la presencia de un azulejo azul que sale de su lugar para desafiar a la muerte, es un relato fantástico. Tal como afrma Cortázar en un ensayo, lo fantástico en Buenos Aires es normal, como así también es normal la presencia de la muerte en una casa de familia. “Tampoco yo puedo explicar por qué los rioplatenses hemos dado tantos autores y lectores de literatura fantástica”, afirma Cortázar. Porque claro, para cada autor, hay un lector. O miles de lectores.
Pero haciendo foco en el asunto, yo me quedo con que un azulejo de color azul, por amor, por afinidad, por fascinación, se haya presentado ante la muerte, a esa que todo el mundo teme; quitándole horas de vida (o muerte), para que no se lleve a su querido amigo Daniel.
El hecho de que un amigo haya dado la vida por otro, siendo sólo un azulejo, es decir; alguien tan débil, tan frágil; enfrentandose ni más ni menos que a la muerte para salvar la vida de Daniel, un niño débil y frágil como él; y que el hombrecito del azulejo haya ganado esa “batalla” entre la vida y la muerte... es algo fantástico. Y no, no por el hecho de que sea un cuento fantástico. Es fantástico porque es admirable, es estupendo, es amistad, es amor, es valentía, es coraje. Es algo que muy pocas personas serían capaz de hacer, y lo hizo un hombrecito de azulejo, que más de uno de ustedes me va a cuestionar su existencia.
Claro que nadie sabe que pasó con Daniel cuando descubrió que su amigo estaba muerto. O quizás si. Pero yo, sea un personaje real o no, sea producto de la imaginación de Daniel, sea simplente un azulejo o sea realmente un hombrecito dibujado en la pared que salió de su escondite a desafiar a la muerte, me quedo con que él dio la vida por su amigo. Poco importa si fue real o no. A ustedes, ¿les importa?.

lunes, 23 de junio de 2014

Tomás

El otro día iba en el colectivo escuchando música, tranquila, pensando en nada. Estaba sentada en el fondo, en uno de los últimos asientos junto a la ventanilla. Me senté ahí porque los lugares de a uno estaban ocupados, y antes de compartir el asiento con otra persona, decidí irme al fondo, sola. Déjenme tranquila, pensé.
Me gusta mucho esto de viajar en bondi, ponerme los auriculares y olvidarme de todo por un rato. Es casi como dormir. Es más, a veces duermo. Y me olvido de que me subí al colectivo con la intención, quizás, de olvidarme de todo. Pero ese no es el punto. Porque está bueno desconectarse de la realidad un poco, pero no lo es si ese poco dura mucho. Entonces, dejé de mirar por la ventanilla y observé a mi alrededor. A mi izquierda, un hombre leyendo el diario. Tenía lentes, y de vez en cuando los empujaba con el dedo para que no se le cayeran. En diagonal, una chica leyendo un apunte de la facultad, con una cara de fastidio más que de concentración. Adelante mío estaba la puerta, pero no obstante, se podían ver los asientos que le seguían a esta. Lo que vi (no es que me llamó la atención, sino que era la única persona que me miraba, sabiendo que el resto me daba la espalda) fue un nene que miraba por la ventanilla, me miraba a mi, se reía, miraba a su mama, se sentaba, volvía a ponerse de rodillas y me miraba de nuevo. 
“¡Tomás! ¡Quedate quieto, ¡¿querés?!”. El nene, que al parecer se llamaba Tomás, hizo oídos sordos, y siguió arrodillado, mirando para atrás, sonriente, inocente, como cualquier criatura. Al darme cuenta que nada importante pasaba, volví a ponerme los auriculares, a sumergirme en el vidrio, en el color gris del cielo, en los árboles sin hojas, en la simpleza y tristeza del otoño en Buenos Aires. 
Esta monotonía de colores fue interrumpida. De repente, una frenada. Un auto se había interpuesto en el camino del colectivo, y el colectivero, ante el impulso, apretó de lleno el freno, provocando que a mi se me salieran los auriculares, al señor del al lado se le cayeran los anteojos, a la chica su apunte, y a la mamá, Tomás.
 Él estalló en llanto, no solo por el susto, sino también por el golpe en la cabeza que se había dado. Sin embargo, mamá decidió pegarle una cachetada, haciendo ahora ella oídos sordos a los gritos de susto de su hijo, en... ¿venganza?. “¡Te dije que te quedaras quieto, que te sentaras bien! ¡Si me hicieras caso esto no hubiera pasado, pendejo de mierda!”. Esas, exactas, fueron sus palabras. Agarró a Tomás del brazo, tocó el timbre, y se bajó en Avellaneda. Volví a mirar por la ventanilla para ver que pasaba con Tomi y su mamá, para ver si se revertía la situación, para ver si recibía una caricia en vez de una cachetada. Por el contrario, mamá seguía enojada, con la mirada hacia adelante, y atrás, llorando y con la mano en la cabeza, Tomi, que no lloraba de capricho. Lloraba de dolor, de susto. No solo por la frenada, sino que esta vez, por lo que le había hecho su madre.
Ahí paré de pensar en nada. No voy a analizar mucho la situación porque no conozco ni a Tomi, ni a su mamá. Pero qué injusta que había sido. Con su hijo, su propio hijo, esa parte de ella que seguramente es la más importante. Con ese nene que solamente estaba aburrido y buscaba la forma de divertirse. Alegre, inocente, débil. Ante un reto, ante una frenada, ante un golpe, ante dos golpes, o tres... débil. Y que injusta había sido ella, ¿no?. Porque entiendo que quizás haya tenido un mal día, se notaba. Pero, pregunto (para mi, claro. La mamá de Tomi no me lo va a responder nunca), ¿Hasta que cierto punto la culpa era de su hijo? Es decir, ¿Tenía culpa alguna?. No creo. ¿Qué culpa puede tener un nene de, como mucho, cuatro años?. 
Mamá se la agarró con Tomi porque quizás no tenía la fuerza suficiente para hacerle saber a papá que estaba haciendo las cosas mal. Pero para pegarle a Tomi la fuerza le sobraba, porque Tomi tenía 4 años y pesaba 25 kilos. 
Mamá tenía un mal día porque la despidieron del trabajo, pero como no pudo sacarse la bronca con su jefa, lo retó a Tomi. 
Mamá se asustó porque el colectivo frenó de golpe, y vez de insultar al colectivero, insultó a Tomi. 
Mamá estaba equivocada, todos lo sabemos. Como todos, alguna vez en la vida, nos la agarramos con el más débil, haciéndolo sentir mal, inútil. Pero después, con la mente en frío, nos damos cuenta que esa persona “débil”, es la única persona en el mundo que tiene la gran fuerza de hacerte sentir único. La única persona en el mundo que puede llegar a hacerte sonreír, hacerte sentir que no todo está perdido, que se puede seguir a pesar de todo. Y nosotros, que somos así de ciegos, de imbéciles, de hipócritas, hacemos sentir débil a alguien que lo aparenta y no lo es. Porque es iluso y hasta incluso mediocre, el pensar en que esa personita es débil. Porque yo, no veo nada de débil en alguien que tiene la fuerza capaz de hacerte mirar para adelante, agarrarte la mano y no soltarla jamás, y decirte cada día de tu vida “acá estoy. Y acá voy a estar siempre”. Y qué injustos somos, ¿no?